La ofrendaLa ofrenda

El capitán Rour se sirvió una copa generosa de néctar de lantia y la bebió de un trago. Allí, en mitad de la sala de mando de la nave, delante de sus soldados. Se la había ganado. Llevaba siete ciclos lunares luchando contra los rebeldes, siete ciclos atrapado en aquel planeta detestable y al fin veía próximo el desenlace de la misión.

—Haced entrar al prisionero —ordenó mientras volcaba de nuevo la botella. Se recostó en su asiento.

Dos soldados trajeron a rastras al humano y lo dejaron a sus pies. Era una criatura blanda y menuda, con el cráneo cubierto de cabello grisáceo. Tenía una apariencia enfermiza, incluso más aún de lo habitual en su especie, y se abrazaba con fuerza el abdomen.

Rour se colgó en la oreja el dispositivo encargado de la traducción simultánea.

—Un… «caballo» —dijo. Al instante, el aparato transformó su voz en una serie de gruñidos y gemidos que el terrícola podría comprender—. Enorme, robusto, hecho de metal y plástico. Imagino que a partir de los restos de los aviones y carros de combate que nosotros hemos destruido.

El humano meneó la cabeza de arriba abajo repetidas veces. Para los de su especie, eso significaba «sí».

—Es lo primero que hicieron tus compañeros después de rendirse, y lo último antes de huir, ¿cierto? —prosiguió el capitán—. Un bonito caballo, que pusieron ahí para nosotros.

—Para los dioses —le corrigió el humano.

—Claro. Pero a ti te dejaron atrás, solo e indefenso. ¿Quizás fue un despiste? ¿O acaso eres un traidor?

Oyó un tintineo. Uno de sus subalternos había depositado una pequeña lámina metálica sobre la bandeja flotante de las bebidas. Era una chapa identificativa del ejército local, y en ella podía leerse «S. INÓN», el supuesto nombre del prisionero según el informe criptográfico.

Jugueteó con la chapa. La hizo bailar entre sus dedos escamosos.

El humano gritó de dolor y se frotó el estómago.

—Supongo que ahora tocaría celebrar nuestra repentina victoria —dijo Rour—. ¡Y hacer una fiesta! Por supuesto, antes debería introducir el caballo en nuestra nave. Sería un trofeo estupendo, ¿no crees?

—Nada se lo impide.

El capitán soltó una carcajada desabrida. Se puso en pie.

—Me indigna. Me indigna profundamente —aseguró. Dio un sorbo a su copa de néctar—. Procedemos de un lugar del universo que ni siquiera figura en vuestros mapas. Empleamos tecnología que vuestros cerebros jamás alcanzarían a comprender. Os hemos llevado al borde de la extinción, y aun así nos subestimáis. Nos faltáis al respeto. ¿Creéis que no hemos estudiado vuestra historia, o vuestra literatura? —Sacudió la cabeza— ¿Confiabais en que caeríamos en algo así?

El pequeño terrícola se arrodilló y vomitó. Luego comenzó a reír. Bajo la piel pálida de su abdomen parpadeaba una luz roja.

Rour dejó caer su copa. Antes de que esta tocara el suelo, hubo una explosión.

José Manuel Fernández Aguilera
@Invi_Erno

 

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