HologramasHologramas

Apolo solía sentarse en lo alto de aquella colina porque, en la soledad, vaciaba una cajetilla de cigarros hasta que el domo se cerraba a la aparición de las estrellas. Una alarma avisaba que el día había terminado.

Apolo abandonó la colina y serpenteó la rampa mecánica. Hacía de oídos sordos a los arbustos nanobóticos que moldeaban el sendero, y pasaba de largo los saludos que los hologramas le dedicaban con aquella sonrisa opaca e irreal. Algunos iban en parejas, de la mano con cochecitos o complaciendo los deseos del perro por aire fresco; lo cual era absurdo porque los hologramas no respiraban.

Llevaba meses obligándose a pensar que aquellos gestos eran tan reales como él y no una invención de su código. A veces sentía que un mago le revelaba todos los trucos bajo su arsenal, derribando la ilusión con la fragilidad de un castillo de naipes.

Al montar su motocicleta, apretó los manubrios y en sus pupilas se dibujaron las rutas a seguir, como tinta sobre una pantalla. Pensó en el camino más largo hasta la terminal, alguno que lo alejase del centro. En aquellas horas estaría abarrotado. Pensó que los hologramas infestarían las aceras, flotando como fantasmas pálidos de pub en pub mientras creían estar ebrios en el alocado ritmo nocturno.

La motocicleta arrancó. A un toque de manubrio, Apolo escuchó las notas de la Misa Breve en Re menor de Mozart, casi como si percibiera las corcheas revolcándose en el pentagrama, antiguas, furiosas y distantes. Un recuerdo del ayer que todavía no lograba imitar en sus creaciones. El viento ahora lo abofeteaba con palma de plomo al observar neones en las calles que ya conocía de memoria. Algunos autos pasaban a su lado, ingrávidos, en la carretera magnética de estelas ambarinas. Sabía que eran tripulados por atisbos de humanidad. No se preguntó adónde se dirigían. Quizás el código planeó para ellos una noche de farras o una cena tranquila. Dentro de las probabilidades, el fin de semana lanzaba tantas como el código permitía.

Ya daba igual. Para Apolo, lo aleatorio se había convertido en una rutina. Soltó el manubrio y pasó al piloto automático. Una voz de circuitos le habló en su cabeza.

—¿Mantener curso? —preguntó esta.

—Como quieras —respondió Apolo, levantando la vista hacia el cielo.

—Comando inválido.

Soltó un gruñido.

—Comando inválido —repitió la voz, monocorde.

—Sí —terció Apolo—. Mantener curso.

El mundillo de la motocicleta solo afirmaba y negaba. No se permitía, como Apolo, observar aquella placa en el cielo que apagaba el brillo de las estrellas y construía sobre sí misma una protección ante la noche. Y es que las estrellas holográficas, al igual que los astros mayores, tenían su propio mundillo de condiciones planas. Apolo recordaba a las reales, los puntos luminosos que borlaban el firmamento antes de que el universo pereciera. Ahora estas las imitaban; a veces combinándolas, terminando así en un cinturón de Orión junto a un Hércules arremolinado en Cáncer. Las estrellas aprendían de sí mismas. Estaba en su código.

Se detuvo frente a un semáforo. Los peatones charlaban entre ellos como si creasen narrativas. Apolo sabía cuánto las necesitaban; sin ellas serían almas incapaces de sobrevivir. No tendrían propósito en el limbo. Podría averiguar qué salía por aquellos labios digitales, qué palabras le daban forma al universo que, a veces, resultaba más interesante que el suyo.

Pero no olvidaba que los hologramas crecían bajo las reglas del azar.

La luz cambió a verde y el piloto automático sintió el chispazo magnético de la carretera. La senda lo llevó por un distribuidor con forma de araña, que se amplió en cuanto cruzó los sensores. Las placas se levantaron y lo condujeron hasta la terminal donde vivía; una torre que rasgaba el cielo holográfico. Se detuvo en una caseta vigilada por un holograma que le truncaba el paso con una cerca láser.

Mozart dejó de oírse como si regresase al pasado.

El holograma se acercó, difuminado por las luces de la motocicleta; lucía como un entusiasta explorador de morgues. Aquel rostro pestañeaba con ciertos tics, y Apolo no supo si se trataba de un defecto o de una genialidad en el código.

—¿Un buen día, señor? —preguntó el holograma con la voz de un ánima.

Apolo sabía que la cordialidad se formaba por ceros y unos revoloteando en el programa, pero se apegó al libreto. Si no lo hacía, empezaría a preguntarse el sentido de todo su trabajo, y la noche sería tan larga que no repararía en el sol de la mañana.

—Lo tuve —dijo, y de inmediato se vio tentado a preguntar si aquel holograma también lo había tenido.

Se lo imaginó charlando con sus amigos, haciendo una llamada a su esposa o incluso escribiendo en su agenda lo que tenía pendiente. Fijó su mirada en la caseta y comprobó que el monitor sintonizaba las noticias. El presentador hablaba de un mundo perfecto, sin caos, anclado por hologramas mañana y noche. Otro día en el domo. Otro día donde el silencio era reemplazado por algoritmos que intentaban acercarse a lo que fue la vida humana.

Y, a veces, tenían éxito.

Apolo podía verlo en aquel rostro de pixeles que lo escrutaba de arriba abajo, como si recordase la relación social que los ataba. Apolo se preguntó qué sentiría él si se encontrase cara a cara con su creador, y quizás, de existir, lo vería en ese momento desde lo alto de la colina donde solía reposar, al tiempo que se cargaba una cajetilla de cigarros.

Apolo tragó grueso.

—Bienvenido a casa —dijo el holograma.

La verja láser desapareció y la motocicleta se sumió al magnetismo que la condujo hacia el estacionamiento. Después de dar vueltas incontables en espiral y detenerse, Apolo caminó hacia el elevador y colocó su mano en una pantalla de reconocimiento. Las puertas se abrieron y la luz blanquecina lo cegó en el acto, por lo que no se percató del holograma en su interior.

No supo qué miraba, pero parecía que el vacío penetraba en dichas pupilas. El holograma sonrió, y Apolo tuvo la impresión de que su cuerpo era apuñalado por la estática.

—¿Piso? —preguntó el holograma.

—Cuatro —respondió Apolo.

El holograma tecleó el panel y ascendieron. Por la ventanilla, los faroles en la ciudad se entremezclaban como una película de rollo; sin matices ni diálogos. Una metrópolis muerta y viva a la vez. Sabía que debajo de aquellas placas, dentro de los callejones y veredas, su código movía los hilos de una nueva humanidad.

El elevador se detuvo en la segunda planta antes de abrirse. El holograma dedicó una reverencia y se perdió en el pasillo hacia su apartamento.

—Buenas noches, amigo —dijo.

Alguien lo esperaba, quizá. Alguien de su misma especie y diseño. Alguien con quien compartir lecho.

Pero su lecho estará tan frío como el mío.

Una semejanza que se mantenía luego de que Apolo decidiera erradicar la vida en la tierra tiempo atrás.

 

M. J. Miguel
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