ilustración de Vincent Tanguay

No podía creer mi suerte. Apenas llevaba dos días en la ciudad y ya la había encontrado. A pesar de la distancia y de contar tan solo con dos viejas fotografías para identificarla, estaba seguro de que era ella.

Iba escoltada por dos guardaespaldas mientras salía de un anodino centro de formación en artes marciales. «Bueno, qué más da», pensé, mientras asimilaba que el hecho de que ella fuera especial no significaba que el resto de su vida también lo fuera.

Aparqué la moto junto a la acera, me quité el casco y los guantes, repasé mentalmente la equipación que llevaba encima y me dirigí hacia ella. No tenía tiempo que perder.

Mientras avanzaba, giré el anillo de mi índice derecho activando un mecanismo que desplegaba una pequeña aguja. Estaba inesperadamente nervioso, no por la situación sino simplemente por su presencia. «Es ella…» Levanté las gafas de sol hasta apoyarlas en el corto y denso pelo que cubría mi cabeza. Quería ver directamente la luz natural procedente de su rostro.

Estaba confundido. Por primera vez en mi vida dudé de estar verdaderamente preparado para actuar. La chica de mis fotografías se había convertido en una hermosa mujer. Sonreí espontáneamente, esbozando de manera involuntaria una sutil mueca en mi verde mirada a la que yo atribuía cierta capacidad de seducción. Estaba perdiendo el control.

–Detente, Eksia –dijo uno de los guardaespaldas, sujetándome del brazo y devolviéndome a la realidad.

«No. Se llama Alexia», me dije. Y para lo que tenía que hacer a continuación sí estaba suficientemente preparado. Demasiado. En un rápido movimiento di un golpe en el cuello a cada uno de los guardaespaldas, inyectándoles un potente somnífero de efecto rápido. Durante los siguientes dos o tres segundos intentaron forcejear y cayeron al suelo. Ni siquiera se habían movido las gafas de mi cabeza.

–¿De qué te sirve la formación si no reaccionas? –le dije a Alexia con tono de reproche y ya sin mi estúpida sonrisa.

Ella me miró amenazante, sin intención de huir. Varios drones de las fuerzas de seguridad de la ciudad ya estaban grabando la escena y enviando señales de alarma. Tenía que salir de allí cuanto antes.

–Lo siento –musité con sinceridad.

Repetí mi rápido movimiento, pinchando en esta ocasión su cuello y sintiendo a la vez una punzada de remordimiento. No es recomendable dejarse llevar por los sentimientos en los momentos de acción. Me había desconcentrado y no vi venir su golpe que, esta vez sí, hizo caer mis gafas al suelo. De alguna manera me agradó que ella lograra ese pequeño éxito que no habían conseguido sus guardaespaldas.

Me agaché para recoger las gafas y para subir a Alexia sobre mi hombro derecho antes de que desfalleciera. Llevé las gafas a mis ojos, saqué un arma láser de pequeño tamaño para amedrentar a las personas que empezaban a arremolinarse alrededor y me dirigí nuevamente a la moto.

Ágilmente conseguí sentar a Alexia en ella y atarla a mi cintura. Arranqué y salí de allí acelerando y esquivando los coches estatales de seguridad autónomos que acababan de llegar. En la frenética huida notaba la cabeza inerte de Alexia golpeando mi espalda al compás de los acelerones, frenazos y maniobras. Nuevos drones y vehículos de seguridad aparecían sustituyendo a los que quedaban atrás.

Por fin llegué a la entrada del gran aparcamiento subterráneo donde consumaría mi escapada. Bajé de la moto y, con Alexia nuevamente al hombro, crucé la puerta de acceso restringido a un estrecho pasillo con paneles a ambos lados. Tras uno de ellos se encontraba un pasadizo oculto cuya apertura se activaba con mi iris y que conducía a un pequeño garaje particular con salida a la calle posterior. Salí de allí en coche con mi rehén en el asiento del copiloto.

Fueron dos horas de tranquila conducción por una autopista interestatal. Miraba a Alexia de soslayo, todavía dormida, mientras pensaba en el terrible futuro que nos esperaba. Al fondo, durante un largo tramo recto de la carretera, contemplé el ascendente destello de una de las habituales naves que formaban parte de la misión de colonización de Marte. Quizás habría sido conveniente que se supiera todo ya…

Llegamos a nuestro destino, una robusta casa de campo que estaba preparada exactamente como me habían indicado. Todos los objetos, hasta el más mínimo detalle, estaban en la posición precisa en que debían estar. «Han hecho un buen trabajo, como siempre».

Recosté a Alexia en el sofá del salón y bajé al sótano para revisar el armamento. Allí había todo un arsenal. Entre otras cosas, armas láser, explosivos de plasma, kits médicos y el mismo modelo de moto que había abandonado en el parking de la ciudad.

Tomé un par de armas láser y subí nuevamente a la planta principal. Allí me esperaba Alexia, en pie, con el atizador de la chimenea en la mano.

–¡Quieto! –dijo mientras alzaba el atizador y lo hacía girar en sus manos, balanceándolo.

Levanté un arma.

–¡No! –dijo ella. Cerró los ojos y dejó caer el atizador–. ¿Qué quieres de mí? –añadió, bajando el tono de voz.

No sabía cómo decírselo. No iba a ser nada fácil; ni siquiera me atrevía a insinuarlo.

–¿Sabes usarla? –dije, extendiendo más el brazo y girando el arma para que la culata quedara orientada hacia ella.

–¿Qué?

Tomó el arma de mis manos, me apuntó… ¡y apretó el gatillo!

–¡No lo puedo creer! –grité–. ¡Has intentado dispararme! ¡Se supone que tú debes saber distinguir a los buenos!

–¡No me digas que tú eres el bueno! –respondió, sarcástica, sin dejar de apuntarme–. ¡Acabas de secuestrarme!

Bajé la mirada al suelo. Sí, era cierto… pero ella debía saber distinguirnos. Mis ojos se empañaron de lágrimas y alcé la cabeza para mirarla directamente a los ojos.

–Tienes que quitar el seguro. Junto a tu pulgar –aclaré–. Si crees que tienes que disparar, debes hacerlo.

Alexia quitó el seguro y siguió apuntándome durante unos segundos. Mi vida estaba en manos de aquella hermosa mujer que me juzgaba como su secuestrador, como el loco que le había entregado un arma para decidir si debía matarme o no.

–¡Por Dios, estás loco! –Eso es. Exactamente lo que yo estaba pensando. Bajó el arma.

Y entonces ocurrió. Un tremendo estruendo en la distancia hizo temblar todo el suelo de manera prolongada como un terremoto. El grave eco de aquel estallido nos envolvió, haciendo retumbar todo a nuestro alrededor.

–¿Qué ha sido eso? –preguntó–. ¿Qué está ocurriendo?

«¡No puede ser! –pensé–. ¡No tan pronto!» Pero sabía que era cierto, que lo que tanto temía, lo que no me atrevía a decir a Alexia, acababa de comenzar. Tendría que explicarle todo lo que sabía, incluido quién era yo, y contarle que quizás no era el fin del Mundo, pero sí el principio de la lucha por nuestra supervivencia.

Óscar G. Light
@Oscarglight

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Un comentario en «Eksia, el origen de la Resistencia, de Oscar G. Light»
  1. Me ha gustado mucho la historia. Está bien escrito y sobre todo se lee rápido con un texto fluido. Al ser un final abierto me ha dejado con ganas de leer más! Enhorabuena al autor.

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